Por qué La La Land es la película que mejor retrata a la generación millennial
La historia de amor de Mia y Sebastian es el cuento de hadas en el que necesitamos creer. Aquí explicamos por qué.
Por JUAN SANGUINO 13 de enero de 2017 / 10:27
Suena muy nostálgico. ¿Crees que le va a gustar a la gente?�
–Que les jodan.
Que nadie espere una disculpa por parte de La La Land. En este diálogo, Mia y Sebastian conversan sobre qué cabida tiene el sueño pasado de moda de abrir un tugurio de jazz en la era de Spotify. Se trata de la única mención que hace la película a la probable reacción de los cínicos. El único instante en el que el guión mira hacia el mundo real. Durante el resto de sus minutos, La La Land explota como una piñata de la cual caen colores que habíamos olvidado que existían. El público está respondiendo con entusiasmo. La La Land ya es la película del año. Al dirigirse sin miedo ni pudor al corazón del espectador, sin pasar por la cabeza, la película no sólo está gustando, sino que está enamorando. ¿Qué convierte a La La Land en una experiencia tan especial?
NO ES LA PELÍCULA QUE QUERÍAMOS, PERO SÍ LA QUE NECESITAMOS
Los medios americanos se han aferrado a La La Land como a un faro cuya ilusión ilumina la confusión de la era Trump. Y lo cierto es que ha sido una casualidad. Su director, Damien Chazelle, llevaba cinco años tratando de sacar adelante este proyecto en el que nadie creía. La lucha por convertir su sueño en realidad se ha tornado épica, y ha convertido La La Land en una especie de milagro moderno. Si se hubiera estrenado en 2011, su felicidad entrañable habría sido analizada como una euforia fruto de la era Obama. Pero el hecho de que finalmente se haya estrenado tras el resultado electoral más descorazonador del siglo XXI ha revestido de simbolismo a la película. Y su mensaje, tan ingenuo y esperanzador como implacable, funciona como un bálsamo casi terapéutico entre el público. En un mundo en el que aparentemente no podemos tener cosas bonitas sin romperlas, La La Land transforma la sala de cine en un refugio en el que los buenos sí pueden ganar.
LO QUE NECESITAS ES AMOR
Hay una razón por la que los nombres Escarlata y Rhett, Ilsa y Rick, Christian y Satine o Jack y Rose no necesitan apellidos. El romance lleva siendo el motor del cine desde que se inventó, por el sencillo motivo de que no todo el mundo ha estado en la guerra o ha sufrido fenómenos paranormales, pero todo el mundo reconoce qué es el amor. El amor eufórico, el amor soñado, el amor perdido. Mia y Sebastian estan destinados a trascender la pantalla de cine y asentarse en la cultura popular durante décadas. Su amor es el más quimérico de todos (y no sólo por lo ofensivamente atractivos que son), porque nace de la pura admiración. Asfixiados por la era de Tinder y de artículos sobre por qué es mejor estar soltero, Mia y Sebastian no parpadean a la hora de enamorarse, básicamente, porque creen el uno en el otro. Se apoyan, se respetan y se estimulan para seguir luchando por sus sueños. La La Land es ante todo una historia de gente con capacidad de imaginar que se niega a renunciar a ella, pero también es una reivindicación de ese amor que te convierte en una persona mejor. Lo que toda la vida se ha llamado un amor de película.
Que La La Land esté ambientada en las aceras donde nacen los sueños no impide que a la vez resulte exultantemente actual. La película funciona como si un youtuber se desmayase y despertase atrapado en Cantando bajo la lluvia. Hay codazos a la guerra declarada contra el gluten, que como tuiteó Ryan Reynolds el otro día, "la gente de Los Ángeles le tiene tanto miedo que podrías atracar una licorería apuntando con un panecillo". Hay gastrobares gourmet corporativos. La La Land se propone seducir a los millenials apelando a lo que les hace especiales: su arrollador fervor por hacer cosas, explotando aquellas cualidades que les diferencian del resto. La película que marcó a la generación anterior, Reality Bites, parece un ramo de flores mustias al lado de La La Land. Los personajes de aquella, desencantados con la vida adulta, se reirían de Mia y Sebastian mientras fuman sin parar tirados en el sofá escuchando Nirvana. Pero en secreto envidiarían lo bonita que es la ropa de los millenials, mucho más favorecedora que sus camisas de franela y sus vaqueros agujereados. La Generación X se rindió y, como Neo en Matrix, se dejó caer para que el sistema la asimilase con tal de no tener que trabajar. Los millennials, por el contrario, se mantendrán firme en sus ilusiones, por ingenuas que parezcan. Y si tienen que pasar por el aro, lo harán bailando.
BAILAR PEGADOS ES BAILAR
Puede que ahí fuera no pare de llover, pero dentro de La La Land hay amor, hay sueños y sí, hay canciones. Muchas canciones. Cada vez que un musical arrasa en taquilla (y sucede muy a menudo) muchos se preguntan por qué Hollywood no se anima a producir más. La razón es sencilla, en realidad: si hubiera muchos dejarían de ser un evento, y acabarían por saturar. Lo que contribuye a que La La Land resulte tan especial es que decora una cartelera mundana, terrenal y sin coreografías. Es, por tanto, un regalo. Y si nuestro cumpleaños fuese todos los días, no resultaría tan bonito. No obstante, la película atraerá a aquellos espectadores que no creen en los musicales. Su conflicto (la frustración y la nostalgia que implica tener ilusiones) es realista e intrínseco a nuestra sociedad, y no gira en torno a los números musicales. El corazón de La La Land (y tiene mucho de eso) está más cerca de Girls que de Grease. Funciona como una sesión doble con Animales nocturnos, pues comparte con ella la crueldad del mundo real y la huída hacia la ficción, pero para ello La La Land se monta en un tren en el que sí funcionan las luces.
UNA PELÍCULA PARA LA POSTERIDAD, UN CLÁSICO INSTANTÁNEO
Más allá de su invitación a la fantasía, cuando el espectador se sienta a ver La La Land le invade la sensación de que se trata de una película que ayudará a las próximas generaciones a entender nuestras motivaciones. Es una película involuntaria y fortuitamente generacional. La escalofriantemente ñoña expresión "esta película es un lugar para quedarse a vivir" ha cobrado un nuevo sentido con La La Land. Tiene el mismo efecto que visitar a un amigo y descubrir que su salón no está amueblado por Ikea. Al terminar, hay que seguir adelante, pero nadie va a quitarnos esas dos horas de pasión y de una inocencia que, en los tiempos que corren, resulta subversiva, irreverente y contracultural. Y de vez en cuando, podremos regresar a esa ciudad en la que los hombres saben silbar y las mujeres se niegan a bailar en tacones. En la que nadie tiene miedo a dejarse invadir por la melancolía durante un rato. En la que la polución les impide ver las estrellas, pero si se esfuerzan pueden conseguirlas mediante decorados o visitas al planetario.
Los mandamientos de La La Land recuerdan a los del Maestro de Ceremonias de Cabaret, desenfrenado y ardiente por montar un festival cada noche ante la sombra del nazismo en las calles: "dejen sus problemas fuera, ¿que la vida es decepcionante? ¡Olvídelo! Aquí no hay problemas. Aquí la vida es hermosa". Sí, ese mundo es un telón. Ese mundo no existe. Es un cuento de hadas para Instagram. Pero como sucede con los cuentos de hadas, la gente necesita profundamente creer en ellos. Si La La Land no se disculpa por ello, nosotros tampoco deberíamos hacerlo.