viernes, 9 de diciembre de 2016

Grandes películas: “El paciente inglés”

Grandes películas: “El paciente inglés”

POR DESCARTES

Después de las últimas entradas llenas de dinosaurios, sanfermines y cataclismos, volvemos a la carga con una película muy especial. Es de 1996 y fue toda una sorpresa en los Oscar de ese año, ganando 9 de las 12 estatuillas por las que competía. Vamos con “El paciente inglés“.

Para los que todavía no la hayáis visto, os diré que comienza con el accidente en avioneta de un hombre, que queda completamente desfigurado y es atendido por una enfermera en los últimos momentos de la Segunda Guerra Mundial. A lo largo de la película, y a través de fashbacks, se nos desvela quién era este misterioso paciente: un conde húngaro miembro de la Sociedad Geográfica británica que cartografía el norte de África. En ese ambiente de caballerosidad británica, exotismo y aventura el conde Laszlo Almásy conocerá a Katherine Clifton, esposa de uno de los integrantes de la expedición. Con ella vivirá un romance apasionado, pero también prohibido.

Hasta aquí os he descrito por encima el argumento, pero a partir de aquí trataré temas que desvelarán hechos relevantes de la historia, así que si ya os ha picado el gusanillo de verla, no sigáis leyendo.

Recuerdo que cuando vi la película me dejó fascinado cómo se retrataban los dos mundos en los que transcurre la película: la Toscana italiana con sus cipreses, sus iglesias, sus campanarios, y el desierto del Sáhara, con sus dunas, sus montañas y sus extremos. Los paisajes italianos reflejaban la tranquilidad, el relajo del campo, un ambiente casi idílico, si no fuera porque el país está en los últimos momentos de la guerra.

Pero el caso del desierto es increíble: casi parece un personaje más de la acción. Tan es así que las secuencias en las que volvemos atrás en el tiempo y vemos a Almásy y Katherine, tienen unas tonalidades cálidas maravillosas: “El paciente inglés“, junto con “Lawrence de Arabia” tiene una de las mejores fotografías que yo recuerde. El desierto aparece en sus facetas más opuestas: la fantástica calma donde el azul del cielo y el dorado de la arena nos invitan a pasarnos las horas mirando a esa “nada” llena de color, pero también la furia incontrolada en forma de temperaturas extremas y tormentas de arena que nos hacen desear estar en cualquier otro lugar del planeta.

El reparto de la película es para quitarse el sombrero. Además de Ralph Fiennes, del que os hablaré un poco más adelante, aparecen en la cinta dos grandes actrices Kristin Scott-Thomas, a la que sólo había visto antes en la comedia “Cuatro bodas y un funeral” y que a través de su mirada consigue transmitir todos los conflictos morales que se le presentan al empezar una aventura con el conde Almásy a pesar de estar casada; y Juliette Binoche, la enfermera Hana, ingenua, inocente y compasiva, que cree que está maldita porque todos aquellos que son importantes en su vida terminan muriendo, pero que deja a sus compañeros médicos por acompañar y cuidar a ese paciente durante sus últimos días de vida en un monasterio abandonado.

Pero la película es de Ralph Fiennes. Tanto cuando le vemos desfigurado y hablando entre susurros, como cuando aparece como el misterioso Laszlo Almásy anterior al accidente, Ralph Fiennes nos convence de su personaje desde el primer minuto. Su personaje es verdaderamente complejo y evoluciona a lo largo de la película: desde la distancia que intenta poner con Katherine Clifton, la mujer por la que se ve atraído, con frases como “Lo que más odio es la propiedad. Pertenecer a alguien. Cuando te vayas deberás olvidarme“, hasta verle perder la razón por ella cuando, señalándole el hueco de la base del cuello, le dice “Quiero este lugar, ¡me encanta este hueco! ¿Cómo se llamará? ¡Esto es mío! Pediré al rey que esta maravilla se llame el Bósforo de Almásy.”

Presenciar estos cambios tan radicales, y verle además en su faceta de paciente casi inerte, es fascinante. Ralph Fiennes es un camaleón, es capaz de convencernos de que es el más apasionado de los exploradores del desierto como Laszlo Almásy en “El paciente inglés“, el más cruel y desalmado de los nazis como el comandante Amon Goeth en “La lista de Schindler” o el más malvado de los magos como Lord Voldemort en la saga de “Harry Potter“.


Por cierto que cuando Almásy reclamaba para sí ese hueco en la base del cuello de su amada es uno de los momentos que más me gustan. A lo mejor resulta un tanto excesivo, algo edulcorado, pero retrata de maravilla esa necesidad que tenía Almásy de estar junto a su “K“, su Katherine.

En otro momento de la película descubrimos que ese hueco (por si alguno se había quedado con la duda) se denomina en anatomía “escotadura supraesternal“. A mí me sigue pareciendo mucho más bonita la otra manera: “el Bósforo de Almásy“.

Pero en cuanto a momentos realmente especiales de la historia, me quedo con dos. El primero, cuando el soldado británico que desactiva bombas, Kip, regala a Hana una visita a una iglesia para que descubra los frescos que tiene en las paredes más altas: la ata a una cuerda y a través de una polea, la lleva de un lado a otro de los techos del templo, con la única luz que proyecta la antorcha que porta ella en la mano.

Esa secuencia, además de que técnicamente tuvo que ser complicada de rodar por la casi total ausencia de luz, es fantástica gracias al acompañamiento de la música: las idas y venidas de Hana mientras está viendo las pinturas se convierten en una delicia. El soldado está enamorado de la enfermera.

Y la segunda secuencia es aquélla en la que, después de haber recordado todos sus momentos con Katherine, el paciente inglés, el abrasado Almásy, decide (sin decir ni una palabra) que quiere poner fin a su vida. La forma en que lo hace es a la vez triste y hermosa: triste porque frente a él está la enfermera, que deberá cumplir la voluntad de su paciente después de haber vivido juntos los últimos meses, y hermosa porque a pesar de estar desfigurado, irreconocible y tumbado en una cama, ese paciente sigue siendo el apasionado conde Almásy, que no puede seguir en un mundo en el que ya no está su “K“.

En fin, una película romántica, triste pero con momentos épicos, una fotografía impresionante de paisajes increíbles, una banda sonora que te quita el aliento, un guión que da importancia a detalles como el arte, los relatos de Herodoto o la música de Bach, y unas interpretaciones que hacen que sentimientos como el amor, la pasión, el honor y la traición los tengamos al alcance de los dedos…

El paciente inglés (“The english patient“, Anthony Minghella, 1996)


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