Los puentes de Madison
Si existe algo en la vida que sea tremendamente difícil de explicar, es el amor entre los seres humanos, al menos yo me siento incapaz de hacerlo.
Por eso creo que las dos cartas que Robert envió a lo largo de los años a Francesca, y que ella conservó hasta el fin de sus días, lo puede definir mucho mejor:
Carta n°2
16 de Agosto de 1978
Querida Francesca:
Espero que te encuentres bien. No sé cuándo recibirás esta carta. Algún tiempo después de mi partida. Tengo sesenta y cinco años, y hoy hace trece que nos conocimos, cuando entré en tu sendero para pedir indicaciones.
Espero que este paquete no perturbe tu vida en modo alguno.
No podría soportar pensar que las cámaras queden en estuches gastados en algún negocio de segunda mano, o en poder de un desconocido. Estarán bastante estropeadas cuando te lleguen.
Pero no tengo a quien dejárselas, y te ruego que me perdones por ponerte en riesgo enviándotelas.
Entre 1965 y 1975 estuve casi todo el tiempo viajando.
Para alejar la tentación de llamarte o ir a verte, una tentación que tengo virtualmente en todos mis momentos de vigilia. Acepté todas las misiones que pude fuera del país.
A veces, muchas veces, me dije: "Al diablo, me voy a Winterset. Iowa, y me llevo a Francesca conmigo a cualquier costo".
Pero recuerdo tus palabras, y respeto tus sentimientos.
Tal vez tengas razón; no lo sé.
Lo que sé es que salir de tu sendero esa calurosa mañana de un viernes fue lo más duro que me tocó hacer en la vida.
En realidad dudo de que muchos hombres hayan hecho jamás algo tan difícil.
Dejé el National Geographic en 1975 y dediqué el resto de mis años de fotógrafo a cosas elegidas por mí, haciendo algún trabajo donde lo encontraba, temas locales o regionales que sólo me obligan a estar afuera por unos días cada vez.
Desde el punto de vista financiero es duro, pero me las arreglo. Siempre me las he arreglado. Gran parte de mi trabajo gira alrededor de Puget Sound, y eso me gusta.
Parece que cuando los hombres envejecen se acercan al agua.
Ahora tengo un perro, un perdiguero dorado. Lo llamo "Camino", y viaja conmigo casi todo el tiempo, sacando la cabeza por la ventanilla, buscando buenas presas.
En el setenta y dos me caí de un acantilado en Maine, en el parque nacional de Acadia, y me fracturé un tobillo.
Con la caída se rompieron la cadena y el medallón.
Afortunadamente cayeron cerca.
Los encontré y mandé repararla cadena a un joyero.
Vivo con el corazón cubierto de polvo.
Esa es la mejor manera en que puedo expresarlo.
Hubo mujeres antes de ti, algunas, pero después de ti ninguna.
No hice ningún voto de celibato; sencillamente no me interesan.
Una vez vi un ganso en Canadá a quien unos cazadores le habían matado la pareja.
Sabes que se aparean para toda la vida.
El ganso anduvo en círculos alrededor del estanque durante muchos días después de lo sucedido. Cuando lo vi por última vez nadaba solo en medio del arroz silvestre, siempre buscando. Supongo que la analogía es demasiado obvia para el gusto literario, pero es así como me siento.
En mi imaginación, en mañanas neblinosas o en tardes en que el sol se pone sobre las aguas al noroeste, trato de pensar qué puede ser de tu vida y qué estarás haciendo mientras pienso en ti.
Nada complicado... salir al jardín, sentarte en la hamaca del porche, estar de pie ante la pileta de la cocina.
Cosas así.
Recuerdo todo.
Tu olor, tu sabor de verano. La sensación de tu piel contra la mía, tus susurros cuando te amaba.
Una vez Robert Penn Warren usó esta frase: "... un mundo que parece abandonado de Dios...". No está mal, se parece bastante a lo que siento a veces.
Pero no puedo vivir siempre así.
Cuando esos sentimientos se hacen demasiado intensos, cargo las cosas en Harry y me voy de viaje por unos días con Camino.
No me gusta tenerme lástima. No soy de esa clase de hombre.
Y la mayor parte del tiempo no me siento así.
En cambio me siento agradecido por haberte encontrado. Podríamos haber pasado uno junto al otro sin percibirnos, como dos porciones de polvo cósmico.
Dios o el universo, o lo que uno elija para nombrar los grandes sistemas de equilibrio y orden, no reconoce el tiempo terrestre. Para el universo, cuatro días no es distinto de cuatro mil millones de años luz. Yo trato de tenerlo siempre presente.
Pero, al fin y al cabo, no soy más que un hombre.
Y todas las elucubraciones filosóficas que puedo conjurar no me salvan de desearte, todos los días, a cada momento ni del despiadado gemido del tiempo, el tiempo que nunca puedo pasar contigo, dentro de mi cabeza.
Te amo profundamente, totalmente. Y será siempre así.
El Ultimo cowboy, Robert
P.S.: El verano pasado le puse un motor nuevo a Harry. Anda muy bien.
Libro y Película; Los Puentes de Madison